MOMENTO TIERNO


Era media tarde y yo en mi mesa de trabajo. Una de esas jornadas que todo lo ves negro y que sabes que va a ser larga. No estaba para nada y mi humor era de esos que quieres olvidar. Las dificultades se agolpaban y las soluciones parecían no ser fáciles.
Entonces entró en la oficina un chico de unos 10 años al que se le notaba que tenía una deficiencia mental. Tímido y temeroso, se sentó en una silla que rara vez se utiliza y que está junto a mi mesa. Tan cerca de mi, que podía tocarlo con sólo alargar la mano. Al ver que nadie le decía nada, pareció sentirse tranquilo.

He de confesar que me molestó y que incluso pensé: sólo me falta esto. Su presencia me inquietaba. Lo miré con una mirada desafiante, que intentaba decir «estate quieto y no molestes». Pero él no se dio por aludido y no se inmutó. Lo miraba todo y no dejaba de lanzar sonidos suaves pero continuados.

Esos murmullos suyos me pusieron todavía más nervioso. Y él, seguía quieto, sentado en la silla sin importarle nada. Estuve a punto de decirle, o mejor dicho gritarle, que se callara, pero al mirarle a los ojos comprendí que podría ser injusto. Entonces recordé que tenía olvidados en el cajón unos caramelos de publicidad, que me habían dado días antes en una feria.
Le miré y con un gesto sonriente falso y tras otra mueca, esta de falsa complicidad, se los dí con unas hojas de papel y un bolígrafo de publicidad para intentar conseguir que dejara de hacer ruidos.

Para él fue como un tesoro. Agarró rápidamente los caramelos con la mano. Se los guardó en el bolsillo y empezó a dibujar. Sólo utilizó una hoja para hacer un dibujo. No podría decir, ni aún ahora que estaba dibujando.
Unos veinte minutos más tarde, el niño fue llamado desde la puerta. Era su padre. El niño cogió su dibujo y se lo enseño. El adulto sonrió y el niño devolvió la sonrisa.
Entonces ocurrió lo inesperado. Decidido y contento. el pequeño vino hacia mi mesa. Me miro y me devolvió el bolígrafo. Le dije que se lo quedará y le sonrió. Dio media vuelta e hizo tres o cuatro pasos. Se paró. Dio media vuelta. Vino hacia mi. Me abrazó y me dio un beso en la mejilla, que hoy todavía siento y recuerdo. Me sonrió y se marchó saludando con la mano.

Me quede helado y me puse a pensar. Los problemas laborales dejaron de tener importancia y me brotó un chorro de esperanza y un sentimiento de culpabilidad. Me di cuenta de que en esa oficina, si alguien había estado con una minusvalía era yo.

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